El principio se sitúa en un martes por la mañana. Se
encontraron en la puerta de la iglesia a la que ella solía asistir para
desnudarse: hacía años había descubierto que el problema no estaba en el cuerpo,
sino en la vestimenta. Cuando bajó la escalinata, lo vio sentado en el piso con
la cara cubierta por una boina ajada; dejó caer
la mano sobre su hombro derecho y él se sobresaltó por el calor. Se
encerraron en el mismo altillo en que solían gozar hasta llorar o hasta que el
borde del toallón que ponían en el suelo se prendía fuego. Se sentaron en el
piso, de frente y mirándose a los ojos,
y se prometieron gastar las palabras, las únicas por quienes guardaban la más
estricta fidelidad. Pero se agotaron pronto, tal vez más rápido de lo que esperaban,
secándoseles las gargantas de la erótica caricia que aparece con cada
ocurrencia verbal. Entonces empezaron a morderse. Hasta que además de sin
palabras, se quedaron sin carne. Ya era jueves y esa noche debían cenar con la
familia.
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